JUAN BERNARDINO, TESTIGO DEL AMOR DE DIOS
Cango. Dr. Eduardo Chávez Sánchez
Instituto Superior de Estudios Guadalupanos | ISEG
Noviembre 2014
En noviembre, entre otras celebraciones, se distinguen: el día de los fieles difuntos y el de todos los santos. Es una realidad de que todos vamos a morir, pero también es una realidad de que todos estamos llamados a ser santos, a ser testigos y a vivir en la plenitud y la eternidad de Dios.
Gracias al Concilio Vaticano II se ha dado un fuerte impulso de la participación de los laicos, especialmente, en la actividad misionera. Los laicos tienen la maravillosa misión de dar testimonio de un Dios vivo lleno de amor por nosotros; y esto, gracias a Santa María, su Madre, pues el “SÍ” de María sigue llegando no sólo a Dios, sino a todo corazón humilde y sencillo que de igual forma quiera seguir al Señor. Y al encontrar este tesoro no se puede acallar, ni el corazón ni la voz; así que el movimiento lógico y espontáneo es proclamarlo a voz en cuello por medio de las obras que se realizan llenas de la alegría del amor. Pues una obra de verdadero amor es un grito de alabanza que nos une como familia de Dios. Un signo que no queda encerrado en la relación de un pequeño grupo, sino toca el corazón a nivel universal ante la armonía de ese amor que tiene su fuente en el mismo amor de Dios.
De este modo, nos convertiremos en signos de este mismo amor de Dios, a esto estamos llamados, a ser santos, como sucede con dos humildes laicos, elegidos por Santa María de Guadalupe: San Juan Diego y Juan Bernardino. Recordemos de San Juan Diego fue elegido por la Virgen de Guadalupe como su mensajero fiel, como su intercesor. Testigo de su venerable aliento, su venerable palabra.
Pero también el humilde tío anciano de Juan Diego, Juan Bernardino, confirmó que en ese preciso momento a él también se le había aparecido la Virgen, exactamente en la misma forma como la describía su sobrino, y que había sanado de manera maravillosa, que ya nada le dolía, se había terminado todo mal, la muerte y la tumba no habían vencido. Además, la Madre de Dios le entregó su nombre completo: “Santa María de Guadalupe”.
Santa María de Guadalupe fue el puente admirable por donde Jesús, el Ungido, le devolvió la salud al anciano. Jesucristo es quien sana y salva, como lo recordó el Papa Francisco cuando en su homilía en la Misa Crismal del Jueves Santo de 2013 proclamó que “El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos… óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido”. La salud que Dios, por medio de su Madre, ofreció a todo lo que significa el anciano tío, es decir, que al curar al tío, curó a la autoridad, sanó la historia, la tradición, la cultura, la sabiduría; en fin, Dios, por medio de su Madre, Santa María de Guadalupe, al sanar al anciano tío, también sanó y sigue sanando a la humanidad.
Juan Bernardino le informó a su sobrino que también a él la Virgen María lo había enviado a México a ver al obispo, para que le testificara lo que había visto y le platicara la manera sorprendente de cómo lo había sanado. Recordemos cómo Jesucristo al curar al enfermo de lepra le indicó que se tenía que presentar al sacerdote para que confirmara su salud y así reintegrarlo a la comunidad: “«Anda –le dijo Jesús al que había estado enfermo– más bien preséntate al sacerdote, y lleva la ofrenda tal como lo mandó Moisés cuando un leproso sana. Así comprobará lo sucedido».” (Lc 5, 14) Santa María de Guadalupe actuó de la misma manera, a Juan Bernardino lo dispone como el testigo de la salud y el comunicador de su nombre completo ante el sacerdote gobernante, el obispo fray Juan de Zumárraga.