SAN JUAN DIEGO, UN HOMBRE DE FAMILIA, UN LAICO CONSAGRADO

Cango. Dr. Eduardo Chávez Sánchez

Instituto Superior de Estudios Guadalupanos | ISEG
Febrero 2015

En este año dedicado a la Vida Consagrada y teniendo también como tema fundamental, la familia, se contempla a san Juan Diego, el humilde macehual, vidente de la Virgen de Guadalupe y su mensajero fiel como un modelo de vida familiar como de vida consagrada; ya que él cuidaba a su familia con amor y ternura, como se constata en la manera de proceder con su tío, Juan Bernardino y también la manera tan libre como él mismo se impuso para dejar sus casas y tierras, y poder irse a vivir y cuidar a la casita sagrada pedida por la Virgen de Guadalupe donde se dedicó a hacer una verdadera vida ascética, consagrada totalmente a Dios por medio de Santa María de Guadalupe.

Poco tiempo después de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego se entregó plenamente al servicio de Dios y de su Madre, transmitía todo lo que había visto y oído, y oraba con gran devoción. El humilde indio macehual quería estar cerca del Santuario para atenderlo todos los días, especialmente para barrerlo, pues para los indígenas era un verdadero honor; como recordaba fray Gerónimo de Mendieta: “A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempos de su gentilidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores).”1

Por varios documentos históricos sabemos que los indios de Cuautitlán fueron quienes construyeron la ermita del Tepeyac, la casita sagrada tan deseada por Santa María de Guadalupe para poder entregar ahí todo su amor-persona que es su propio Hijo, Jesucristo; y también ellos fueron quienes al saber que Juan Diego quería estar cerca de la ermita, de inmediato se dieron a la tarea de edificar una humilde choza pegada, prácticamente, a la ermita; ahí su paisano Juan Diego, quien ya gozaba de fama de santidad, viviría para dar testimonio de este maravilloso acontecimiento. Sobre esto hay interesantes testimonios, entre los que destaca el del indio Andrés Juan, cuya declaración forma parte de la documentación que se conserva en las Informaciones Jurídicas de 1666, el indígena así lo declaró: “después de la dicha Aparición lo tenían por Varón Santo, y como a tal lo respetaban y lo iban a ver a la dicha Ermita, donde tenía una casita pegada a la de ella, para que intercediese con la Virgen Santísima les diese buenos temporales, y este Testigo conoció en pie la dicha Casita, donde asistía el dicho Juan Diego”.2

Este es un dato por demás interesante, como vemos, el Nican Motecpana nos señala que Juan Diego y su tío Juan Bernardino efectivamente tenían propiedades, casas y tierras, y esto no de poco tiempo, sino de sus “padres y abuelos”, por lo tanto, del tiempo prehispánico, lo que es suficiente para saber que no eran miembros de un calpulli, donde la tierra no era de propiedad personal sino comunal y que, precisamente por ello, tenían la responsabilidad de la manutención y del bienestar de varias familias, de sus obreros y empleados. Juan Diego lo dejó todo para servir a nuestra Señora de Guadalupe y en esto vemos un rasgo más de gran virtud del sencillo mensajero de la Virgen.

Juan Diego fue una persona humilde, con una fuerza religiosa que envolvía toda su vida, la cual entregó, como hemos visto, para dedicarse completamente al servicio de la casita sagrada de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de Guadalupe, quien pidió ese templo para ofrecer en él su consuelo y su amor maternal a todos sus hijos iniciando un nuevo pueblo, una nueva civilización plena en el Amor de Dios. Qué profunda espiritualidad la de este humilde macehual, como confirmaba Luis Becerra Tanco, quien nos dice que san Juan Diego tenía “sus ratos de oración en aquel modo que sabe Dios dar a entender a los que le aman y conforme a la capacidad de cada uno, ejercitándose en obras de virtud y mortificación.”3 También se nos refiriere en el Nican Motecpana, que san Juan Diego, aparte de barrer el templo, profundizaba cada día en las cosas de Dios y era un verdadero modelo de santidad, pues: “Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y se escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo.”4

Juan Diego edificó a los demás con su testimonio y su palabra, y fue venerado aún en vida. De hecho, se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo. Ya “que cuanto pedía y rogaba a la Señora del cielo, todo se le concedía”.5 La gente sencilla lo reconoció y lo veneró como verdadero santo; los indios lo ponían incluso como modelo para sus hijos, y expresaban con toda libertad que era realmente un “Varón Santo”,6 un “Varón Santísimo”.7