SANTA MARÍA DE GUADALUPE, MADRE DEL VERDADERÍSIMO DIOS POR QUIEN SE VIVE

Cango. Dr. Eduardo Chávez Sánchez

Instituto Superior de Estudios Guadalupanos | ISEG
Octubre 2014

Los sabios indígenas llamados tlamatinime, especialmente de extracto tolteca, es decir, los nobles que habían llegado a la máxima sabiduría, concluyeron de que no existían muchos dioses sino que sólo había una divinidad llamada: Ometéotl, cuyo significado era “el dios de la dualidad”, “el dios al que nada se le escapa”, “el dios que todo lo comprende”, “el supremo dios dual, Ometéotl, que más allá de los cielos, da origen y sostén a todo cuanto existe.”1 Estos indígenas de mentalidad tolteca habían llegado a creer en esta única divinidad. Sin embargo, todavía no es el Dios verdadero, pues para la mentalidad indígena, esta suprema divinidad que si bien era poderosa y omnipotente, no le preocupaba el ser humano, simplemente no le interesaba, no le importaba lo que sucediera con su creatura. Esta divinidad estaba tan alejada del ser humano que, sencillamente, era imposible tener una comunicación con ella; es más, para algunos de los sabios indígenas esta divinidad llegaba a burlarse, a reírse, a mofarse del ser humano viendo desde las alturas cómo era herido por los sufrimientos de las enfermedades, la ancianidad y la misma muerte.

En los Cantares Mexicanos, los sabios, con un fatalismo que se encontraba en lo profundo de la mentalidad religiosa indígena, se expresaban así: “El dador de vida se burla; sólo un sueño perseguimos, oh amigos nuestros, nuestros corazones confían, pero él en verdad se burla.”2 Esto también lo reflejaba la meditación del sabio Tecayehuatzin: “Tú, dueño del cerca y del junto, aquí te damos placer, junto a ti nada se echa de menos, ¡oh dador de la vida! Sólo como a una flor nos estimas, así nos vamos marchitando, tus amigos. Como a una esmeralda, tú nos haces pedazos. Como a una pintura, tú así nos borras. Todos se marchan a la región de los muertos, al lugar común de perdernos. ¿Qué somos para ti, oh dios? Así vivimos. Así, en el lugar de nuestra pérdida, así nos vamos perdiendo. Nosotros los hombres, ¿a dónde tendremos que ir? Por esto lloro, porque tú te cansas, ¡oh dador de vida! Se quiebra el jade, se desgarra el queztal. Tú te estás burlando.” 3

La Virgen de Guadalupe realiza una verdadera inculturación del Evangelio, Ella viene al Tepeyac trayendo en su inmaculado vientre al verdadero Dios y Señor. Ella entra en diálogo con el humilde macehual, Juan Diego. Hay que tener en cuenta que Juan Diego era de Cuautitlán, pueblo del reino de Texcoco, reino de mentalidad tolteca; por lo tanto, desde su niñez Juan Diego estaba impregnado de esta mentalidad.

Santa María de Guadalupe se presentó de una manera clara y sencilla, nítida y transparente, precisa y profunda; Ella confirmó ser la perfecta siempre Virgen y, al mismo tiempo, declaró ser la Madre del “arraigadísimo Dios por quien se vive”, sobrepasando los más grandes deseos del corazón indígena, superando su fatalismo.

Ella nunca dice que es la Madre de la divinidad conocida como Ometéotl, sino que simplemente Ella toma sólo las características claras y verdaderas, las llamadas “semillas del Verbo”, de lo que se puede aplicar al Verdadero Dios por quien se vive. Ella nunca toma a ningún ídolo, ni hace un sincretismo; sino que Ella hace una profunda inculturación del Evangelio, Ella sólo enuncia esas características que son coherentes, verdaderas y justas para describir al único Dios que es su Hijo Jesucristo; De esta manera, Ella anuncia una verdad grande y poderosa, una verdad maravillosa: el verdadero Dios no está alejado ni ha abandonado al ser humano, mucho menos se burla o se ríe de su creatura, sino que viene en su inmaculado vientre para entregarse a cada corazón; el verdaderísimo Dios por quien se vive, el Dueño del cielo y de la tierra, viene por medio de Santa María de Guadalupe para darse, para ofrecerse, en el único y eterno sacrificio, simplemente por amor.



1MIGUEL LEÓN-PORTILLA, Los antiguos mexicanos, p. 120.
2Citado por MIGUEL LEÓN-PORTILLA, Los antiguos mexicanos, pp. 121-122.
3Citado por MIGUEL LEÓN-PORTILLA, Los antiguos mexicanos, p. 140